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Carlos Ginocchio / Los sobrevivientes


Hay dos filmes y una novela que llevan el título de esta columna: ‘Los sobrevivientes’, película cubana de Tomás Gutiérrez Alea, en 1978, que narra el aislamiento de una familia burguesa tras los cambios provocados por la revolución en su país; ‘Viven’, de Frank Marshall en 1993, sobre el drama del equipo uruguayo de rugby, cuyo avión cayó en los Andes, y la obra de Fernando Monacelli, publicada en 2012, donde una periodista investiga la aparición del cadáver congelado de un soldado que murió en la guerra de las Malvinas y descubre una corrupción política.


Los sucesos generados por la pandemia no permiten el optimismo acostumbrado al recibir el nuevo año. Creo que todos los peruanos hemos perdido algún familiar, amigo o compañero durante la crisis. En mi caso, son treinta y cinco, algunos por Covid y la mayoría por la falta de atención de enfermedades preexistentes. Todos mayores de 50 años. A ellos dedico este artículo.


Quienes nacimos entre 1940 y 1960 contamos entre 60 y 80 años de edad y podemos considerarnos auténticos sobrevivientes, no sólo a la crisis del Covid-18, sino a las innumerables acaecidas en los últimos 50 años. Atravesamos la dictadura militar del general Velasco Alvarado en 1968, que estatizó los medios, destrozó la agricultura y endeudó al país para la construcción de ‘elefantes blancos’, y vaya que protestamos contra esos atropellos.


En la década de los 80’, en el gobierno de Fernando Belaúnde, apareció el terrorismo de Sendero Luminoso y el MRTA. Coches bomba, apagones constantes, masacres de inocentes, destrucción de infraestructura, asesinatos selectivos, universidades públicas controladas por los terroristas, toques de queda, entre otras amenazas a la vida diaria. Le sucedió, en 1985, Alan García, y sufrimos una de las inflaciones más grandes en la historia de la humanidad, comparable solo con la alemana tras la primera guerra mundial. Recibido tu sueldo debías gastarlo de inmediato, pues los productos de primera necesidad subían de precio en horas.


Colas para comprar azúcar, arroz, aceite y leche. Reservas negativas y crédito ausente. Corrupción institucional que hacía realidad la vieja afirmación de González Prada: “Donde pones el dedo, brota pus”. En 1990, Alberto Fujimori derrotó en las elecciones a Mario Vargas Llosa - notable novelista pero ajeno a la realidad peruana- y produjo el shock más impresionante de nuestra historia republicana. Los precios aumentaron veinte veces, se incrementó el desempleo, y aunque logró insertarnos a la economía mundial, capturar a los cabecillas terroristas, y resolver el problema con el Ecuador, desapareció la institucionalidad, se compró a la mayoría de la prensa, y nuevamente, una enorme corrupción.


No fue lo único, en 1983, un Fenómeno del Niño destrozó el norte del país. Tuvimos dos conflictos con el Ecuador, una epidemia de cólera, sequías y congelamientos en el norte y en la sierra, y hasta un terremoto como el de Huaraz, en 1970, que produjo 50 mil muertos.


Los jóvenes de hoy desconocen la historia que sus abuelos y padres vivieron. Para contratar una línea telefónica la espera era más de 2 años, y la alternativa era adquirirla a quien la tenía, por US$ 1,500. El crédito desapareció y adquirir un automóvil debía ser al contado y con un adelanto por el precio del momento, esperando para que te lo entreguen más de seis meses, y pagando al cabo una cantidad adicional por el alza del precio. Solo cuatro marcas estaban en el Perú, donde supuestamente eran ensamblados. Viajar al extranjero era una utopía, el mundo nos veía como ‘apestados’. Los viajes dentro del país eran peligrosos por la presencia del terrorismo. Visitar Ayacucho era impensable, y hasta trasladarse a Chosica. En una ocasión, de las duchas y caños salió agua con excremento. Las empresas públicas producían pérdidas inconmensurables, y el Estado poseía más de 300, incluyendo un cine. La pobreza en el país superaba el 50%.


Pese a ello, y aunque están pendientes retos como combatir la corrupción, la desigualdad, la delincuencia, y el abuso al consumidor, logramos superar muchos problemas y entregar a nuestros hijos un país donde pueden movilizarse con cierta tranquilidad y hasta protestar en las plazas públicas sin que sean arrestados, deportados o desaparecidos. Los jóvenes de hoy cuentan con celular, hacen factibles sus emprendimientos, acceden en mayor cantidad a la educación superior (en nuestra época los estudios en una universidad pública podían duplicar, por las huelgas, el tiempo establecido para una carrera), tienen crédito para viajar al extranjero, adquirir el vehículo o bien de su preferencia, y hasta un inmueble.


Antes de la pandemia, el Perú era reconocido internacionalmente por su gastronomía, cultivos de exportación, fortaleza macro económica, maravillas naturales (Machu Picchu es una de las 7 modernas), su folklore y cultura (contamos con un Nobel de Literatura) y hasta por nuestros aportes a la innovación tecnológica en algunos sectores, y a la cinematografía (un filme fue candidato al Oscar). En muchos países no se nos exige visa. El crédito se ha expandido a millones de compatriotas. Existe mayor tolerancia, y la libertad de opinión y expresión no es sancionada, incluso hasta con improperios en las redes sociales. Falta aún mucho por corregir, pero el camino no es la destrucción de las bases que han permitido a nuestra juventud tener las posibilidades de hoy, como tampoco fomentar la división generacional, entre otras.


Somos un país con un Destino Manifiesto que nos ubica como el de mayor diversidad en el planeta. La nuestra fue la generación que hizo posible el Bicentenario. Le toca a la actual construir, evitando cometer los mismos errores que produjeron las calamidades que ya hemos superado.


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