La esclavitud fue abolida, en la mayoría de países en la segunda mitad del siglo XIX. En el Perú, cuando San Martín proclamó la independencia, el 28 de julio de 1821, decretó la libertad de los hijos de esclavos nacidos después de esa fecha, y en 1854, Ramón Castilla la abolió totalmente. En los Estados Unidos fue resultado de una guerra civil (1861-1865), y el presidente Abraham Lincoln, su promotor, fue asesinado una semana después del armisticio. En Brasil, la ley ‘Vientre Libre’ de 1871, otorgaba la libertad a los niños nacidos de madres esclavas a partir de dicha fecha. En 1885, una segunda ley la concedía a mayores de 65 años, y recién en 1888 la ‘Ley Áurea’ la estableció para todos los esclavos.
Según el informe ‘Estimaciones mundiales sobre la esclavitud moderna’ (2021) de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ‘cincuenta millones de personas viven en situación de esclavitud moderna: 28 millones realizan trabajos forzados y 22 millones en matrimonios forzados’, y la define como ‘situaciones de explotación a las que una persona no puede negarse o abandonar debido a las amenazas, violencia, coacción, engaño o abuso de poder’.
Aún con la abolición formal, continúan secuelas a través de modalidades maquilladas (migrantes que ganan menos del sueldo mínimo, en su mayoría provenientes de dictaduras o países donde la miseria es abundante). En Estados Unidos, en 1956, la afroamericana Rosa Parks fue detenida por incumplir las leyes de segregación racial que la obligaban a ceder su asiento en un autobús público, a una persona de raza blanca. En la década de 1960, Martin Luther King continuaba la lucha contra la marginación, y en Sudáfrica recién en 1991, se derogó la última ley que clasificaba a la población según raza (Apartheid). En el Perú, los modos de exclusión han sido y son variados: por etnia, género, origen geográfico, ingreso económico, oficio, centro escolar, posición política, y grado académico, por citar algunos, y aunque son mal vistas por la mayoría, ha aparecido una discriminación inversa, promovida por grupos supuestamente ‘progresistas’.
Existen países con democracias disfrazadas (Cuba, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte), aplaudidos por las izquierdas en países democráticos, y son estas quienes más reclaman ‘igualdad’, admirando dictaduras donde la libertad es escasa, y en los cuales jamás residirían. Sus proclamas rememoran la frase de los chanchos en ‘Rebelión en la granja’ (publicada en 1945) de George Orwell: “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros’.
Es en la Educación, con el Informe Warnock, en Reino Unido, en 1978, donde apareció el primer concepto de inclusión, defendiendo la asistencia de los alumnos a un mismo tipo de escuela – hasta ese momento se les separaba en niños ‘deficientes’ y ‘no deficientes’ – resaltando el derecho de toda la niñez a la educación, señalando la ‘educación especial’ como un complemento sin separar a los niños, y capacitando a los profesores en esta, haciéndoles entender la importancia y respeto a la ‘diversidad’.
En 1990, en la Conferencia Internacional de la UNESCO, en Tailandia, surgió el término de educación inclusiva para resolver situaciones de diversidad en los sistemas educativos. En 1994, la ‘Declaración de Salamanca’ (DDS) de UNESCO exhorta a los gobiernos a “fomentar y facilitar la participación de padres, comunidades y organizaciones de personas con discapacidad en la planificación y el proceso de adopción de decisiones para atender a los alumnos y alumnas con necesidades educativas especiales”.
Lo curioso es que la DDS proponía la participación de los padres – organizados, por cierto – en la educación a sus hijos, a lo que hoy las instituciones ‘progresistas’ se oponen en lo que se refiere a la ‘educación sexual’. Considero que un aspecto que fue referido tangencialmente o soslayado en los inicios – intencionalmente o no – y que hoy nos pasa factura, fue el criterio que ‘la familia es la que realmente educa, los colegios instruyen’.
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