La historia nos demuestra la extrema división de los peruanos. Hemos sufrido mucho y perdido grandes oportunidades por decisiones que ponían por delante el interés individual o de grupo, desechando el bien común. Pero nunca es tarde para cambiar.
La reconocida historiadora María Rostworowski, sostenía que el Perú había vivido tres traumas nacionales que marcaron nuestra historia y cultura. El primero fue el de la conquista, realizada por un puñado de españoles que vencieron a un poderoso imperio, el segundo fue la independencia, que ante las debilidades propias tuvo que ser culminada por dos ilustres extranjeros, y el tercero fue la guerra del Pacífico, en la que fuimos derrotados por un país más pequeño y menos desarrollado que el nuestro. En estos tres eventos el factor decisivo que explica el negativo desenlace fue la extrema división de los peruanos.
Si hubiera alguna duda sobre los juicios de la Rostworowski, el extraordinaria libro El Espía del Inca de Rafel Dumett, evidencia con suma claridad las luchas de las culturas oprimidas contra los Incas, y las luchas internas del incario entre las panacas regionales, aprovechadas plenamente por los conquistadores. No fue principalmente el gran poderío español concentrado en su Colonia más grande, cuya capital era Lima, sino el reiterado enfrentamiento entre monarquistas y republicanos, realistas e independentistas, lo que trabó la iniciativa liberadora de los peruanos, obligando a la intervención de San Martín y de Bolívar. Y en nuestro tercer trauma, la postura de una parte de la población peruana que en plena guerra sostenía “antes los chilenos que Piérola”, es sólo una de las múltiples muestras de la irracional división social y política existente en esos dramáticos momentos.
Las primeras épocas de la República, plagadas de luchas entre caudillos militares, son el ejemplo perfecto de desunión, enfrentamiento e inoperancia del Estado y de la sociedad misma. Los intentos de consolidación de la democracia, marcados por los violentos enfrentamientos entre los partidos, grupos y clases sociales, terminaron en rotundos fracasos y/o golpes de estado militares. Los dos proyectos más articulados de control del Estado, que contaron con respaldos significativos, especialmente el de las FF.AA., y se plantearon objetivos de largo plazo, Velasco y Fujimori, no llegaron a consolidarse, al no lograr el consenso y/o aceptación (de parte de los rivales políticos y de la sociedad) que les aseguraran permanencia y estabilidad.
Nuestro cuarto trauma nacional: la guerra interna desatada por los grupos terroristas de Sendero Luminoso (SL) y el MRTA pudo ser un momento de reflexión y de unión entre los peruanos. De hecho, estos grupos, y en particular SL, asesinaron a policías, militares, empresarios, funcionarios públicos, alcaldes del APRA, AP y otros partidos, militantes de izquierda (como María Elena Moyano, cuyo cuerpo fue dinamitado), académicos, profesionales, trabajadores, comunidades campesinas, es decir, a todo el espectro económico, social y político del país. Parecía lógico que todas estas fuerzas, que finalmente lograron derrotar al terrorismo, reflexionaran sobre lo que había pasado, desde las causas, los acontecimientos y las necesarias reparaciones, y que, sobre esa base, se unieran para empezar un nuevo, más pacífico y unitario, período de vida republicana. De hecho, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) tenía este objetivo. Sin embargo, algunas fuerzas políticas, algunos sectores militares y un sector de la iglesia, se opusieron en forma tajante y desconocieron el Informe Final de la CVR, perdiendo una magnífica oportunidad para la unidad nacional.
En épocas más recientes, los ejemplos de división no han hecho sino multiplicarse. El 2016 fue pródigo en ellos. En las elecciones generales triunfó PPK, y el fujimorismo obtuvo amplia mayoría en el Congreso. Ambos partidos compartían la adhesión militante al modelo económico plasmado en la Constitución de 1993. Cuando la población y el país esperaban una amplia colaboración entre ambas fuerzas políticas, fuimos testigos de un encarnizado enfrentamiento propiciado por el Congreso, que paralizó al Estado en su conjunto, y que se saldó con la renuncia forzada de PPK.
En la otra esquina del espectro ideológico, el Frente Amplio (FA) surgió como la segunda fuerza política en el Congreso, recordando las multitudinarias épocas de la Izquierda Unida y de Barrantes. Cuando se esperaba que ejerciera el rol de oposición constructiva, y empezara una acumulación de fuerzas hacia el largo plazo, a los pocos meses de instalarse el Congreso, se pelean los dirigentes de la agrupación, y el FA se parte en dos, cayendo a la insignificancia congresal y política.
La cereza amarga de esta tremenda torta de la división peruana es el lamentable enfrentamiento entre las fiscales Rocío Sánchez y Sandra Castro, que habían protagonizado una de las páginas más gloriosas de la justicia peruana al desarrollar el caso Los Cuellos Blancos del Puerto. Eran nuestro orgullo nacional, pues en el caso Lava Jato, por muy importante que fuera, el impulso vino del Brasil. Los investigados por ambas fiscales deben estar saltando de alegría. Una nueva derrota, un nuevo retroceso.
¿Demasiado pesimismo? Puede parecerlo. Sin embargo, recordemos que, para resolver un problema, primero hay que reconocer que existe. Y en esa tarea, todos podemos ser parte.
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