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Carlos Anderson / La monarquía informal

El presidente Castillo está confundido: cree que ha sido elegido rey. Cree que su poder es ilimitado. Piensa que en su calidad de gobernante omnipotente no tiene por qué dar explicaciones por ninguno de sus actos. Nombra ministros y altos funcionarios sin mayor criterio que porque puede, y cuando se le indica, y se le demuestra la inconveniencia del nombramiento, ¡persiste en el error porque ¡Cómo así, su señoría, se va a equivocar!


Hace reuniones “informales” con amigos, parientes y conocidos—en Breña o en Palacio—que luego, como por acto de magia, aparecen conectados en sendos negocios con el Estado. Y cuándo se le cuestiona dicho comportamiento, se calla en mil idiomas. Y cuando la ciudadanía—a través de sus representantes políticos o a través de la prensa exige—como lo haría Condorito—alguna explicación, hace mil malabares destinados todos a distraer la atención. Se comporta, en suma, como todo un monarca inglés antes del advenimiento de la Carta Magna.


La verdad—si analizamos con criterio amplio nuestro actual sistema político, caracterizado por un presidencialismo a ultranza—no debería extrañarnos tanto el comportamiento monárquico del presidente Castillo. Y no lo digo por su recién adquirido hábito de ir a Chota en helicóptero cada vez que le provoca un caldo verde o un cuy chactado, sino porque, consciente o inconscientemente pareciera haber internalizado los enormes poderes de los que ha sido investido. Hagamos un breve recuento de dichos poderes, más allá de la lista de 24 acápites del Artículo 118 de la Constitución.


Al igual que un rey, el presidente tiene inmunidad casi total—la única excepción: la traición a la patria (o en el caso de un rey/reina, traición a la Corona). La diferencia está en el plazo: limitado en el caso del presidente (por el período de su mandato) ilimitado en el caso de reyes y reinas.


En los regímenes monárquicos democráticos, los monarcas no son política ni jurídicamente responsables. De igual manera, el presidente como tal es jurídicamente irresponsable. Su responsabilidad política, por lo menos bajo nuestro ordenamiento constitucional actual, es casi imposible de establecer o sancionar (salvo la vacancia, que en la práctica constituye un otro cantar).


Soberanos y presidentes gozan de un inmenso privilegio: el poder de veto, poder que inclina en su favor el supuesto equilibrio de poderes entre el legislativo y el ejecutivo (y de cola, el poder judicial). Desequilibrio de poderes que se acentúa con la capacidad del presidente de hacer nombramientos de todo tipo en las altas esferas del Estado.


Pero si necesitamos de alguna imagen para entender el porqué de la confusión presidencial, pensemos e imaginemos el discurso anual de 28 de julio, supuestamente, un discurso con sabor a rendición de cuenta (como el Discurso del Rey o de la Reina) que en la práctica resulta ser un simple saludo a la bandera. Y es que, a diferencia del Presidential Address norteamericano, donde al discurso del presidente le sigue una respuesta del partido de oposición, en el caso del Perú, al discurso del Sr Presidente le sigue invariablemente el aplauso cortes y luego el silencio, independientemente de si la rendición de cuenta lo es realmente, o si existe una clara brecha entre lo prometido y lo realizado, o si en lugar de contarnos que se hizo y que tan bien se hizo lo que se prometió hacer, el discurso trae más bien otro conjunto de promesas? Cualquiera sea el caso, no importa porque al presidente de la República simplemente no se le puede interpelar.


Y dígame, amable, lector, no constituye eso una prerrogativa propia de los dioses o reyes, alejada de la rendición de cuentas a la que se deberían obligar o estar obligados los servidores del Estado, comenzando por el servidor número 1: el presidente de la República? No, verdad. Entonces, no nos quejemos tanto y mientras no hagamos los cambios necesarios, aceptemos que vivimos en una monarquía informal.


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