Juan de Dios Guevara / La Inseguridad en el Perú
- Juan de Dios Guevara
- hace 12 minutos
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“El primer acto de corrupción de un funcionario público es aceptar un cargo al que no está preparado”
La inseguridad ciudadana en el Perú, nos revela un Estado en caos y el urgente llamado a la reconstrucción nacional. La inseguridad ciudadana en el Perú se ha convertido en el mayor problema social y político de nuestra época. No es exageración: basta recorrer las calles de Lima, Trujillo, Chiclayo o Arequipa para constatar cómo la violencia, la extorsión y el sicariato han convertido la vida cotidiana en un estado permanente de miedo.
El reciente asesinato de un diplomático indonesio en Lima no solo reveló la brutalidad con la que actúa el crimen organizado, sino que mostró a la comunidad internacional que el Perú se ha convertido en un país desbordado por la criminalidad. Como lo dijo Donald Trump con frialdad y crudeza: “El Perú ya no es un lugar para vivir”. Esta frase, más allá de la polémica, refleja la degradación de nuestra imagen internacional y el ahuyentamiento de inversionistas que perciben a nuestro país como un territorio sin control estatal.
El deterioro de la seguridad en el Perú fue un deterioro anunciado y una presidenta indiferente, ya que no ocurrió de la noche a la mañana. Desde 2021, cuando Dina Boluarte asumió la vicepresidencia y el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social bajo el gobierno de Pedro Castillo, tuvo pleno conocimiento de los informes sobre la escalada de la delincuencia, las redes de extorsión y el crecimiento de los homicidios.
No obstante, nunca planteó una estrategia clara ni levantó la voz para exigir un plan nacional de seguridad. Su silencio fue cómplice. Al asumir la presidencia en diciembre de 2022, su inacción resultó todavía más evidente: priorizó la represión violenta de las protestas sociales, con un saldo sangriento en derechos humanos, pero no desplegó políticas estructurales contra el crimen organizado.
Mientras tanto, cada mes cobró puntualmente su sueldo y disfrutó de beneficios, privilegios y gollerías, distanciándose del drama que viven millones de peruanos atrapados en barrios controlados por pandillas o sometidos a extorsiones. La seguridad pública fue relegada a un segundo plano, y el resultado está a la vista: un país en el que se comete un asesinato cada cuatro horas, donde cada 19 minutos un ciudadano es víctima de extorsión y donde las cárceles se han transformado en centros de operaciones criminales.
Las estadísticas son contundentes. Son cifras que reflejan un colapso. En 2022 se registraron 1,516 homicidios; en 2023, la cifra se mantuvo en un nivel similar. Sin embargo, en 2024 se produjo un salto dramático: más de 2,000 asesinatos, un incremento del 35.9%. En 2025, las proyecciones superan ampliamente esos números: hasta junio ya se contabilizaban más de 921 homicidios, con un incremento del 21.5% respecto al año anterior. Lima concentra 405 asesinatos en siete meses, seguida por La Libertad (127) y el Callao (109). La mitad de esos crímenes son perpetrados por sicarios al servicio del crimen organizado.
Las extorsiones constituyen otro rostro del terror. Desde 2019 han crecido un 700%. Solo en Lima se reportaron más de 15,000 denuncias en el primer semestre de 2025: un promedio de 69 denuncias diarias a nivel nacional. Bodegueros, transportistas, colegios y pequeños emprendedores son rehenes de mafias que cobran “cupos” bajo amenaza de muerte. Muchos negocios han tenido que cerrar; familias enteras han huido de sus barrios, una congregación de monjas dejó su parroquia y se fueron al exterior. Esta situación asfixia la economía nacional: en 2025, el costo de la criminalidad asciende a S/19,800 millones, equivalentes al 1.7% del PBI.
Sin embargo, la paradoja más dramática se observa en el sistema judicial. El Registro Nacional de Detenidos muestra que más del 80% de los casos corresponden a delitos menores como violencia familiar o conducir en estado de ebriedad, mientras que apenas el 1.6% de las detenciones se relaciona con homicidio, extorsión o secuestro. Es decir, el sistema está saturado por delitos menores mientras las redes criminales de alto nivel operan con impunidad.
La inseguridad en el Perú no es solo producto de bandas violentas: es la consecuencia de un fracaso político e institucional prolongado, con un Estado desbordado. La informalidad económica —que abarca alrededor del 70% de la población— es el caldo de cultivo perfecto para economías ilegales como la minería informal, la tala ilegal y el narcotráfico. Estas economías ilícitas financian el sicariato y alimentan la corrupción de policías, fiscales y jueces.
La corrupción dentro de la Policía Nacional y del sistema judicial erosiona cualquier esfuerzo. A ello se suma la irresponsabilidad del Congreso, que en 2025 aprobó una polémica ley de amnistía que otorga impunidad a miembros de las fuerzas del orden por violaciones a los derechos humanos cometidas en el pasado, más otras leyes procrimen. Este tipo de medidas no solo mina la confianza ciudadana, respaldada por el rechazo de la Conferencia Episcopal peruana, sino que también genera alarma internacional. La congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez llegó a condicionar la ayuda de seguridad a Perú al respeto de los derechos humanos, y la Ley Leahy en EE.UU. impide transferencias de recursos a unidades con violaciones impunes.
El gobierno de Boluarte, lejos de corregir estos errores, ha profundizado las contradicciones. Nombramientos como el de Juan José Santiváñez —censurado como ministro del Interior por ineficacia y luego designado en Justicia, pese a investigaciones por crimen organizado— han confirmado que la seguridad ha sido tratada como un botín político. Además, el proyecto de reconstruir el penal de El Frontón, con un costo de S/5,000 millones, representa una medida más propagandística que efectiva: expertos sostienen que con esa suma se podrían construir hasta 20 penales modernos. Las decisiones parecen responder más a la necesidad de generar titulares que a una estrategia coherente.
Cuando la criminalidad domina territorios, impone reglas y controla economías ilícitas, el Estado pierde su esencia: proteger a sus ciudadanos, por lo que se vuelve a un país en riesgo de convertirse en “Estado fallido”. Esa es la deriva actual del Perú. El asesinato del diplomático indonesio ha sido un punto de quiebre: los crímenes ya no son solo internos, afectan la diplomacia y ponen en duda la capacidad del país para garantizar la seguridad de sus propios huéspedes internacionales. Esto repercute directamente en las inversiones: empresas extranjeras están reevaluando proyectos, y pequeños inversionistas se retraen ante la falta de garantías.
La frase de Trump, aunque dura, refleja la percepción internacional: el Perú ya no se ve como un destino seguro. Esto es devastador para un país que depende de la confianza externa para atraer capital, turismo y comercio. La inseguridad, por tanto, no es solo un problema social: es el principal obstáculo para el desarrollo económico.
Por lo que pienso algunas propuestas para un camino de reconstrucción, que los encargados del tema, supuestamente conocedores, deben saber evaluar. La crisis de seguridad requiere una respuesta integral, estructurada en tres pilares: reforma institucional, prevención social y represión estratégica del delito.
Reforma institucional profunda
- Reformar la Policía Nacional con énfasis en inteligencia criminal, equipamiento moderno y depuración interna mediante contrainteligencia. Ahora la dirección de inteligencia ha sido hackeada. ¿En qué país estamos?
- Establecer mecanismos de rendición de cuentas para jueces y fiscales, con auditorías independientes que prevengan la corrupción.
- Endurecer las penas contra extorsión y sicariato, derogando leyes que promueven la impunidad, como la amnistía de 2025, y otras leyes procrimen dadas por este Congreso.
- Controlar estrictamente fronteras, puertos y aeropuertos, con cooperación internacional para frenar armas y drogas.
- Crear un Consejo Nacional de Seguridad autónomo, que trascienda gobiernos y trace políticas de Estado a 20 años.
- Prevención social y recuperación del tejido comunitario
- Invertir en educación de calidad y programas de empleo juvenil en zonas vulnerables, ofreciendo alternativas reales a la delincuencia.
- Impulsar programas de formalización económica para reducir la base social de las economías ilícitas.
- Reforzar juntas vecinales y policía comunitaria, vinculando seguridad con participación ciudadana.
- Recuperar espacios públicos, iluminando calles y parques, creando centros culturales y deportivos para alejar a jóvenes del crimen.
- Implementar un Plan Escolar Seguro, blindando colegios frente a la extorsión y protegiendo a estudiantes y docentes.
- Represión estratégica e inteligencia territorial
- Desarticular redes criminales mediante operaciones conjuntas PNP–FF.AA., basadas en inteligencia y no solo en patrullaje reactivo.
- Neutralizar las cárceles como centros de operaciones, bloqueando comunicaciones y trasladando cabecillas a penales de máxima seguridad.
- Atacar los flujos financieros de las mafias: minería ilegal, narcotráfico y tala ilegal deben ser intervenidos con fuerza legal y coordinación internacional.
- Inspirarse en modelos regionales como el Plan Bukele en El Salvador, pero adaptados al marco democrático peruano, evitando excesos autoritarios.
- Apostar por tecnología: drones, cámaras con reconocimiento facial y sistemas de big data para anticipar patrones delictivos.
El costo de la inacción. La inseguridad no es solo un problema policial: es una amenaza existencial para el Estado peruano. Dina Boluarte ha sido parte de este fracaso, primero como vicepresidenta y luego como presidenta. Su indiferencia inicial y sus decisiones erráticas han permitido que el crimen organizado gane terreno. Hoy, el Perú está atrapado en un espiral que pone en riesgo vidas humanas, inversiones y la propia estabilidad del contrato social.
Pero aún no es tarde. Con una reforma integral, un compromiso político serio y una alianza entre Estado, sociedad y comunidad internacional, es posible revertir este caos. La seguridad no puede seguir siendo un botín político ni un tema de propaganda: debe ser la piedra angular de un proyecto de reconstrucción nacional.
De lo contrario, el Perú corre el riesgo de consolidarse como un “Estado fallido” en el corazón de Sudamérica.
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