Marilú Cerpa Moral / Mis madres
- Marilú Cerpa Moral
- 12 may 2024
- 2 Min. de lectura
Recordar a una madre y el cariño que nos brindó es algo natural, a la mía la recuerdo con infinito amor, ese que les dio a sus hijos incondicionalmente, sin una represión, sin un castigo, sino con sus enseñanzas, llenas de ternura, devoción, alegría y optimismo.

Recordar a tres personas que me llevaron de la mano hacia el cariño debe ser un privilegio especial. Hoy no solo voy a recordar a mi madre querida, quien me dio la vida. Creo que ya he abundado varias veces en mis recuerdos. Las otras dos, que a su manera y por las circunstancias me dieron amor, enseñanza o alegría. Ellas fueron mi abuela materna Luisa María y mi hermana Lili quien me llevaba 17 años y ya su cariño maternal lo volcaba en mí, paseándome en mi cochecito por las calles de Barranco primero y después de Miraflores.
Más tarde, Lili, entonces alumna de la Escuela de Bellas Artes, me llevaba a los parques, caballete y maletín en mano, a pintar paisajes. Al parque Necochea, en el malecón y que hoy ha cambiado de nombre o al olivar San Isidrino. Crecí con el olor de la trementina, el aceite de linaza y los óleos; fui con frecuencia su modelo que posó quieta y aburridamente tantas veces, fui su hermanita engreída que mimaba y también reprendía por alguna travesura. Ella es el espejo donde siempre me he mirado sin llegar nunca a su talento ni a su buen gusto.

Las fotos de Lili en sus exposiciones, pintando en Bellas Artes; conmigo; yo y al fondo un retrato que me hizo de niña; otro dibujo a plumón extraordinario y con sus hijas y su marido cuando cumplió 80 años.
Mi querida abuelita Luisa fue mi maestra, porque lo era de profesión y de vocación. Había nacido en Cajamarca en 1884 y era hija del poeta, político y periodista limeño Julio Santiago Hernández, de quien heredó su carácter intelectual. Por alguna razón abandonó junto a su madre su tierra natal y emigró a Trujillo, luego fue institutriz de algunos niños, no recuerdo los apellidos, en la hacienda Cartavio, antes de establecerse en Lima.

La recuerdo escribiendo en cuadernos, sus añoranzas de infancia, evocando su casa cajamarquina, sus poesías o repitiendo, como una letanía, las capitales de todos los países u otras enseñanzas que nos brindaba. Era severa y dulce a la vez. Nos acompañó toda la vida.

En la foto que pongo aquí está en la farmacia del Colegio Real, en la calle del mismo nombre (Jirón Áncash, en los Barrios Altos) cerca de la Escuela de Bellas Artes. En esa farmacia trabajó de cajera.
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