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Juan Escobar / Desigualdades Regionales y Crisis 

  • Juan Escobar
  • 5 oct
  • 3 Min. de lectura

Desigualdades Regionales y Crisis de Gobernabilidad en el Perú

 

El Perú vive una paradoja histórica. Por un lado, es un país con abundantes recursos naturales y potencial productivo; por otro, enfrenta profundas desigualdades territoriales y una fragilidad institucional que limita su desarrollo. El análisis del Producto Bruto Interno (PBI) per cápita en departamentos como Ayacucho, Puno, Cajamarca y Lima lo ilustra con crudeza. En 2023, mientras Lima alcanzó un ingreso per cápita superior a los S/ 37,561, Ayacucho apenas llegó a S/ 17,778 y Puno a S/ 14,283 y Cajamarca 16,230, según INEI (Soles corrientes). Las diferencias no son solo cifras contables: representan realidades sociales, oportunidades truncadas y un sistema económico y político que funciona a dos velocidades.

 

La explicación de estas brechas no radica únicamente en la geografía o en los recursos disponibles, sino en la manera en que se ha configurado el sistema económico y social. Lima concentra industrias, servicios financieros, infraestructura y capital humano especializado. Es la sede de las grandes empresas y del aparato político-administrativo.

 

Mientras tanto, Ayacucho y Puno continúan dependiendo de actividades primarias, con baja diversificación productiva, altos costos logísticos y una débil inserción en cadenas de valor modernas. Esta desigualdad expresa, en el fondo, la crisis de un modelo económico y social con limitada gobernabilidad.

 

La historia internacional demuestra que estas situaciones no son irreversibles. Antes de la Segunda Guerra Mundial, países como China tenían indicadores de ingreso y desarrollo incluso más rezagados que los del Perú. A mediados del siglo XX, China era una economía esencialmente rural, con un PBI per cápita inferior al de varios países latinoamericanos. Hoy, sin embargo, es la segunda economía del mundo, gracias a reformas profundas, una apuesta por la industrialización y una disciplina institucional que, con sus luces y sombras, transformó la estructura productiva del país. Lo mismo puede decirse de países europeos que tras la guerra estaban devastados —como Alemania o Japón— y que lograron, en pocas décadas, construir economías sólidas y Estados eficientes.

 

El caso peruano se diferencia porque las reformas estructurales han sido limitadas y fragmentadas. Aun cuando hubo periodos de crecimiento económico, estos no se tradujeron en cohesión social ni en un Estado fortalecido. Las instituciones siguen siendo frágiles, los gobiernos regionales carecen de capacidades de gestión, la corrupción erosiona la confianza ciudadana y la inestabilidad política alimenta un círculo vicioso: desigualdad que genera malestar social, malestar que desemboca en crisis política y crisis que debilita aún más al Estado.

 

Frente a ello, la solución no puede limitarse a esperar que el crecimiento económico por sí mismo cierre brechas. Se requiere una reforma profunda del Estado. La construcción de una burocracia profesional basada en la meritocracia es indispensable para garantizar eficiencia, continuidad y legitimidad. El fortalecimiento de las capacidades regionales, acompañado de políticas diferenciadas que atiendan la diversidad territorial, es clave para romper con el centralismo limeño. Y, sobre todo, es necesario recuperar la confianza ciudadana en las instituciones mediante un Estado que funcione, que administre justicia con imparcialidad y que impulse políticas inclusivas y sostenibles en educación, salud, infraestructura y conectividad.

 

El contraste entre Lima y los Andes no debe asumirse como una fatalidad histórica. El camino hacia un desarrollo equilibrado es posible, pero exige una decisión política firme: reformar el Estado, colocar la meritocracia como principio rector y diseñar políticas de largo plazo que integren a todas las regiones. Solo así, el Perú podrá aspirar a seguir el ejemplo de países que, habiendo estado alguna vez rezagados, supieron transformar su destino en pocas generaciones.


 

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