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Juan Escobar / Riqueza sin desarrollo 

  • Juan Escobar
  • hace 34 minutos
  • 3 Min. de lectura

El crecimiento desigual del Perú: riqueza sin desarrollo

 

El Perú, al cierre de 2024, mostraba un rostro económico profundamente desigual. Las cifras del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) revelaban un crecimiento regional desbalanceado que, lejos de reducir la pobreza, consolidaba un modelo económico concentrador y centralista. Mientras algunas regiones exhibían niveles elevados de producto per cápita, vastos territorios andinos y amazónicos permanecían atrapados en una estructura productiva primaria y de baja productividad.

 

Según los datos oficiales de ese año, Moquegua encabezaba el ranking con un PBI per cápita de S/ 67,872, más de tres veces el promedio nacional (S/ 17,151), impulsado principalmente por la renta minera. En contraste, departamentos como Ayacucho, Cajamarca, Puno, Amazonas o San Martín no superaban los S/ 9,000 por habitante, evidenciando una brecha económica persistente que no se ha cerrado en las últimas décadas. A su vez, el PBI regional total confirmaba que Lima concentraba más del 45 % de la producción nacional, reforzando el histórico centralismo económico del país.

 

 

 

Según el cuadro previo, la movilidad per cápita nacional ha sido simbólica en los últimos 6 años. Estas cifras no solo miden producción, sino también la capacidad desigual de generar bienestar. El dinamismo de regiones mineras como Moquegua o Apurímac no se traduce en mejores condiciones de vida locales, pues los efectos del crecimiento se concentran en enclaves empresariales, con escasos encadenamientos hacia las economías campesinas o los servicios locales. Es un crecimiento sin derrame social, dependiente de los precios internacionales y con poca articulación interna.

 

Por el contrario, en las regiones rurales y amazónicas —donde predominan la agricultura familiar, la forestería y el comercio informal— el bajo nivel de productividad y la débil infraestructura limitan el acceso a oportunidades. Allí, la pobreza supera el 30 % y la pobreza extrema afecta entre el 8 % y el 15 % de la población, especialmente en las zonas altoandinas. El contraste entre el brillo macroeconómico y la precariedad territorial sigue siendo la paradoja estructural del Perú contemporáneo.

 

El análisis regional revela un país fracturado entre un centro moderno y una periferia postergada. Lima, Arequipa y La Libertad concentran la industria, el comercio y los servicios, mientras la selva y la sierra sur continúan subordinadas a actividades extractivas o de subsistencia. El modelo productivo vigente reproduce desigualdad territorial: genera empleo urbano temporal y exportaciones de bajo valor agregado, pero no eleva la calidad de vida rural ni impulsa la diversificación productiva.

 

Además, los recursos del canon y las regalías no han logrado revertir esta desigualdad. Su uso, muchas veces limitado a obras de infraestructura básica o proyectos inconclusos, no ha transformado las economías locales. La descentralización, con competencias entreveradas entre el Ejecutivo y los Gobiernos Regionales, sin verdadera autonomía fiscal ni capacidad de gestión, ha sido más administrativa que productiva.

 

Superar este desequilibrio estructural exige una reconceptualización y reorientación profunda del modelo de desarrollo. No basta con crecer; es necesario diversificar. Las regiones deben potenciar su capacidad endógena mediante la innovación, la generación de valor agregado, la industrialización descentralizada y el impulso de cadenas de valor agroalimentarias, forestales y turísticas sostenibles. Ello implica mejorar la infraestructura logística, la conectividad digital y el acceso a financiamiento productivo y a mercados.

 

A la par, se requiere una política fiscal redistributiva y territorialmente equitativa, que priorice la inversión en educación, salud, innovación, riego y programas de siembra y cosecha de agua en las zonas rurales. El objetivo debe ser cerrar brechas estructurales y promover el desarrollo sostenible, no solo ejecutar presupuestos.

 

El cambio más decisivo, sin embargo, radica en valorar la economía agraria. El 75 % de los alimentos que consumen los peruanos proviene de los pequeños productores, quienes continúan invisibles ante la política económica. Incorporarlos al desarrollo significa garantizar asistencia técnica, formalización, acceso a recursos, mercados y sostenibilidad ambiental. Sin ellos, no hay seguridad alimentaria ni desarrollo humano posible.

 

El crecimiento del Perú no puede seguir medido solo por el PBI. La verdadera medida del progreso es la reducción de las desigualdades territoriales y la expansión de las capacidades humanas. Sin embargo, también es necesario identificar y fortalecer motores de desarrollo económico regional, con una mirada de inversión diferenciada por región y provincia.

 

El país necesita transitar de un crecimiento extractivo a un desarrollo equitativo, descentralizado y sostenible, donde cada región tenga la oportunidad de prosperar en función de su propio potencial. Solo así el Perú podrá dejar de ser una economía fragmentada y convertirse en una nación cohesionada, donde la riqueza no sea privilegio de pocos, sino fundamento de bienestar para todos.


 

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