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Luis De Stefano Beltrán / La Rebelión de la Granja (1 de 2)

Con derecho a ofender

“Si alguien me dice que he herido sus sentimientos, yo le digo: Todavía estoy esperando que me digas cuál es tu argumento”- Christopher Hitchens


George Orwell nos recuerda en su novela 1984 que “la libertad es la libertad de decir dos más dos son cuatro, si ella nos es concedida, todo lo demás sigue". Sin embargo, desde hace algunas décadas es cada vez más dificil poder decir lo que uno piensa o, más aún, apoyarse en la ciencia para defender lo que decimos. Casi sin darnos cuenta los activistas del ambientalismo nos han convencido, en contra de toda racionalidad y sentido común, que las innovaciones que no tengan la etiqueta de “natural” deben prohibirse. El ambientalismo se ha apoderado por asalto del concepto de lo natural e intenta imponer solo aquellas soluciones innovadoras que se acomoden a su particular visión dogmática de la naturaleza.


Jean-Paul Oury, autor de Greta mató a Einstein: la ciencia sacrificada en el altar del ambientalismo (2020), afirma, en una reciente entrevista en el portal francés Atlántico, que el gobierno francés derrama lágrimas de cocodrilo al arrepentirse de su tolerancia por demasiado tiempo de la rebeldía contra la ciencia. Admite Oury que la rebeldía francesa en contra de la ciencia es algo más que eso, es una cultura de protesta permitida y hasta incitada desde el gobierno al extremo que Francia es uno de los pocos países del mundo que ha incorporado el principio precautorio en su Constitución. Aunque esta rebeldía contra la ciencia parece ser ahora global, desde hace 50 años Europa ha sido la principal proveedora de contestatarios ambientalistas y Francia sin duda ocupa el primer lugar en ese movimiento de protesta.


No olvidemos que es en Francia donde se inventa la Colapsología, el estudio del colapso de la civilización industrial y de lo que podría suceder con ella. Inspirada parcialmente, entre otros, en La Primavera Silenciosa (Rachel Carson, 1962) y en Los Límites del Crecimiento (el informe Meadows del Club de Roma, 1972) tuvo recién su partida de nacimiento en 2015 con la publicación de Introducción a la Colapsología (Pablo Servigne y Raphaël Stevens, Instituto Momentum). Añade Oury mordazmente: “Nuestro país es un laboratorio al aire libre de la rebeldía científica. A veces llama la atención ver la energía que algunos le dedican”. En Greta mató a Einstein, Oury nos muestra como los ideólogos de las ONGs, se apoderaron de los cuatro tótems del ambientalismo actual: transgénicos, energía nuclear, antenas repetidoras (las 5G de hoy) y glifosato, empleando los peores métodos del agitprop hasta derribar a la ciencia prometeica de su pedestal.


Ante este panorama desolador cabe preguntarse cómo es que esta visión anticientífica haya ganado tanta popularidad en Europa y lentamente en el resto del mundo. Jean-Paul Oury y Matt Ridley parecen coincidir en que la opinión pública en general ignora -o no recuerda- que el mundo está mucho mejor que nunca gracias a la revolución científica y tecnológica. Sin embargo, Oury va más lejos cuando reconoce que el sistema educativo francés ha reforzado esta protesta o rebeldía formando un número pletórico de estudiantes en las humanidades sabiendo que estas son las cabezas pensantes del activismo anticientífico.


Matt Ridley en su artículo Feeding the world was made possible by genetic science –we cannot stop now (The Telegraph, 22/05/2022) nos recuerda en su elegante e incisivo estilo que en los 1960s las hambrunas mataban 100 veces más (per cápita) que en la última década. Si nos olvidamos, por un momento, de la actual crisis de los fertilizantes, la hambruna de Etiopía que acabó con la vida de un millón de personas en 1985 es en realidad la última de la que el mundo ha sido testigo. Añade Ridley que los niveles de producción de alimentos alcanzados en los últimos años se han logrado cultivando menos área que hace 50 años atrás. Y esto ha sido solo posible gracias a los fertilizantes sintéticos y a la genética. Según Ridley si tratáramos hoy de alimentar los casi 8 mil millones de personas en el mundo con los rendimientos agronómicos de los 1960s tendríamos que cultivar casi el 85% del área terrestre global en lugar del 35% que cultivamos ahora.


La entrevista a Oury y el artículo de Ridley nos presentan un escenario muy procupante. Uno en el que los logros de la revolución científica y tecnológica son ignorados y olvidados, como muchos otros especialmente durante la pandemia, por la opinión pública mundial y por los gobiernos que de manera complaciente proponen, como el MIDAGRI en nuestro país, volver a antiguos modos de producción menos eficientes y que le demos la espalda a los últimos avances de la genética (ie. organismos genéticamente modificados y editados).


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